ENTRE RINCONES, TAMBORES Y GAITAS... Crónica de un paseo por la "costa" que no se conoce.


Punta Piedra, Coveñas

RINCÓN DEL MAR

Una de la tarde, aeropuerto de Rionegro, avión directo a Montería. Como pasajera no adinerada, por no decirlo de otra manera, compré el boleto en la aerolínea en la que uno decide hacer una fila muy larga, llevar una mochila pequeña y así, supuestamente, no pagar más.  Salimos puntuales de la sala de espera, todo hay que decirlo, a tomar el avión que estaba casi en la mitad de la pista y por lo tanto había que caminar unos buenos metros, y pues para esta época, la ciudad y los pueblos cercanos estaban pasando por una temporada de lluvias monumentales y como para seguir la ley de Murphy, al salir a la pista se ha sabido largar un aguacerote de esos que sólo saben caer por estos lados y  pues aquella no tan prestigiosa aerolínea no tenía ni una sola sombrilla y los pasajeros cual pollos corríamos para llegar no de primeros, sino más bien menos mojados al avión. Primer acto bondadoso de la semana, una señora corría delante de mí con un bebé de brazos, me percaté de ello, indignada por la condición de ella y del resto de nosotros y le cedí una pequeña sombrilla que llevaba, más por la costumbre de no sacarla del bolso que por el clima. Y a pesar de nuestras carreras, llegamos todos chorriando agua de lo lindo junto con nuestros equipajes de mano. La suerte, si es que se puede decir, es que todos íbamos para tierra caliente y eso daba cierto aliento. 
Arribamos a Montería casi a la hora justa, digamos que como media hora después. Todavía con los tenis y el pelo mojados, sentí ese calorcito pegajoso de la costa, que para los “cachacos” montañeros como yo, Montería ya es costa, así no tenga mar. En el aeropuerto quedó de recogerme una amiga que vive allí. Y a la que no veía hacía varios meses. Planes, pasar un fin de semana largo de mucha fiesta, sol, mar y descanso. Tomar, bailar y pasar rico.
Montaría sólo fue lugar de paso, de ahí a buscar donde almorzar y encaminarnos a San Onofre. Pero para empezar debía quitarme la ropa mojada con la que llegué y créanme o no, aunque el clima era agradable no estaba tan  caluroso como lo recordaba, allí en la “costa” también estaba lloviendo mucho.  Primera proeza del paseo, quitarme la ropa, y ponerme la pinta de playa, un vestidito azul rey. Debido a mi falta de habilidad innata, soy torpe por naturaleza y a mi poca experiencia en desvestirme y vestirme en los carros, llegamos casi hasta San Antero y yo ya si la ropa mojada, pero todavía con el vestido a medio poner. Fui el hazmerreír de mi compañera de viaje y de todos los motociclistas que nos cruzamos en el camino.
El caso es que ya con el vestido bien puesto, llegamos a Coveñas. Ahora ya sí que estaba en la costa, mejor dicho en la playa. Un lugar bello llamado Punta Piedra  nos recibió con sus caminos hechos lodazales como los que se ven en los “rallys” y un espectacular atardecer. Allí  almorzamos en una de esas típicas hosterías pequeñas y acogedoras obviamente manejada por paisas. La comida maravillosa, sierra frita, arroz de coco y  patacón pisao. Y la primera cerveza.
El paseo pintaba bien, aunque el terreno no tanto. Mucho invierno y como siempre, las calles horribles. Pero bueno…  Con un par de cervecitas más y ya casi de noche volvimos a tomar la carretera principal, la que lleva a Sincelejo y nos dirigimos a San Onofre, un pequeño pueblo de Sucre, reconocido por ser uno de los más antiguos de los Montes de María. Pero ahí no paraba nuestro recorrido, pasamos el pueblo y seguimos adentrándonos por una carretera pequeña metida entre pastizales y selva, un paisaje hermoso, todavía con muchas casas abandonadas.  Sí abandonas, porque si recordamos bien, los Montes de María fueron acribillados por la guerrilla y luego por los paramilitares, muchas personas tuvieron que dejar sus casas y fueron desplazadas por la terrible violencia que hubo en casi todo el recorrido de los Montes. Y es tan triste ver las casas, muchas de ellas todavía solas, en medio de un paisaje absolutamente hermoso. Pastizales espléndidos, riachuelos, arboles enormes y frondosos por doquier, iguanas, pájaros, ranas, etc, etc.
 Y empezamos nuestro recorrido, más bien nuestra travesía.  Y si las calles de Coveñas nos parecieron feas y pantanosas, era porque no habíamos llegado a la que nos iba a llevar a Rincón del Mar. Porque mi amiga mostró su habilidad con el volante, porque tuvimos suerte y porque su carro mostró finura, pero  los lodazales que nos encontramos en casi todo el recorrido fueron espantosos, el carro se iba solo y navegaba en medio de todo ese barro pegajoso y profundo. Por suerte no nos pegamos y logramos llegar sanas y salvas al pequeño pueblo al que íbamos, un corregimiento de San Onofre llamado Rincón del Mar, uno de los nombres más lindos que le he oído a un lugar. El pueblito de pescadores como todos los de la costa, pobre, sucio y alegre.
Cuando salen las encuestas locas en los periódicos y la radio diciendo que Colombia a pesar de su violencia, su pobreza, y todas las tristezas que día a día nos agobian termina siendo de los países con la gente más feliz, es porque se vienen para estos pequeños pueblos y ven a sus gentes. La champeta sonando en “picós”, esos amplificadores gigantes que usan los costeños y que retumban por todas partes,  los niños bailando en las calles, las negras contoneándose caminando descalzas y los hombres en las mecedoras de plástico de colores en las entradas de las casas. Uno llega a estos lugares y de verdad que entiende a García Márquez, como no. Hay un realismo crudo en cada esquina y magia en todas partes.  Rincón del Mar también fue golpeado por la violencia.  Los narcos dañaron un hermoso manglar que le daba vida a gran parte del pueblo para construir un aeropuerto por el que sacaban la droga. Se movía desde allí mucha plata, plata que como todo lo de este país iba para las manos de unos pocos y el pueblo cada vez más, sumido en la miseria, el miedo y la violencia. 
Como llegamos de noche no pude apreciar bien el lugar. El carro lo teníamos que dejar en un pequeño y estrecho parqueadero en el pueblo y caminar hasta la cabaña en la que nos íbamos a quedar. “El Rincón de Juan” Una cabaña para gente que le guste el mar y sobretodo bucear. Y es que Rincón del Mar no es el sitio más turístico del la costa Caribe Colombiana, pero a los que les guste bucear, seguramente han oído hablar de él. El dueño de la cabaña nos mandó a un muchacho con una carreta para ayudarnos con las mochilas. Un muchacho negro, con un rostro hermoso. Al principio fue muy serio con nosotras, con las horas y los días fue sacando su alegría costeña. Su nombre Apolonio.
Rincón de Juan
El Rincón de Juan es una cabaña pequeña sin ningún lujo. Pequeñas camas y hamacas para dormir. Pero la gente es la que hace los lugares y en ese lugar no se necesita nada. Los lujos sobran. Se verían vulgares. Juan no nos pudo recibir porque estaba comprando unos repuestos para no sé qué cosas del lugar, pero allí estaba un muchacho muy simpático llamado Mauricio, el buzo que daba las clases y se llevaba a la gente para el mar a caretiar y a bucear.  Como no estábamos sino nosotras dos, la noche se hizo muy agradable, cocinamos y junto con Mauricio nos tomamos unos buenos vinos. Tan buenos que me hicieron disfrutar del mar nocturno acompañada de un vaso y mi vestidito azul rey. En la costa casi todo se vale, por no decir todo.
Pero como empezaba la semana de receso estudiantil, algunos turistas venían en camino y unos de esos llamaron a informar que se habían atascado en la carretera entrando y que necesitaban ser casi que rescatados. Al parecer en Rincón del Mar no hay carros, los únicos son el de Mauricio, el de Juan y de un señor llamado Pablo que es el  que entra las provisiones y saca el pescado y los mariscos.
Vino, querido vino...
Pues con los vinitos en la cabeza y la alegría que ya se estaba contagiando, nos fuimos con Mauricio a rescatar a los turistas en un Land Rover viejo que tiene el buzo. Casi media hora después llegamos al lugar y el carro ya se había despegado.  Dimos la vuelta para retornar y allí en medio de uno de aquellos espesos lodazales, el carro de Mauricio y súper Land Rover se varó por batería y tocó quedarnos allí. Nada sirvió, ni la carga del otro carro, ni los intentos de Mauricio por arreglarlo, nada. Los turistas se fueron y nosotros en medio de la nada nos quedamos oyendo la maravillosa sinfonía de la naturaleza, sapos, ranas, chicharras y no sé qué animales más producían un sonido tan fuerte que parecía casi como un concierto electrónico. Pero ni mi amiga, ni Mauricio oían aquel maravilloso concierto. Y  yo estaba encantada, sólo me faltaban las luces psicodélicas para sentirme en un trance genial. Y el vino que es un buen acompañante para los sentidos me ayudó sin miedo y de manera muy segura adentrarme en medio de la noche, del pantanero con el celular en la mano para grabar aquella maravillosa sinfonía, esto lo tenía que mostrar a los de Medellín. Y sí, quedó en mi celular un concierto de casi 5 minutos, las cosas del vino…
No sé a qué hora exactamente nos varamos pero siendo casi las 5 de la mañana apareció un señor como del cielo. Pedro. Venía de ayudar a otro carro que también se había pegado saliendo a San Onofre. Se ofreció acompañarnos. Mientras Mauricio se quedaba esperando la ayuda que iba a llegar casi desde la una de la mañana.  Así que medio adoloridas por la dormida en las bancas del carro, picadas por muchos mosquitos, enguayabadas y muy trasnochadas emprendimos la marcha con Pedro que nos contó con su hablado sereno, como había sido la vida en medio de la violencia, señalando con su dedo delgado y torcido los lugares en los que los paramilitares los hacían quedarse cuando los cogían caminando en la noche. Señalaba lugares que él sólo veía y contaba muchas historias. Llegamos casi a las seis y media de la mañana, ya sin sueño y muy cansadas de peliar con el pantano que teníamos casi hasta las rodillas.
Y por fin pude ver el mar de día, el mar de Rincón del Mar que es espectacular y desde el que se ven, a lo lejos, algunas de las islas de San Bernardo. Un paisaje sobrecogedor, maravilloso, de esos que de verdad te dejan casi sin aliento. Y con semejante vista, se nos quitó el cansancio y nos dispusimos a tomar cantidades abismales de café para reponer las fuerzas y poder asolearnos y disfrutar del mar. Un momento muy estresante realmente.

Cabruna en atardecer.
Así disfrutando de los placeres de aquella tranquilidad, pasamos nuestro guayabo y nuestro trasnocho. Dos cuasi cuarentonas, en tanga luciendo sus no tan descomunales cuerpos y tratando, especialmente yo, de quitar el amarillo enfermo de las cachacas. En la tarde llegó Juan, un gordido bonachón, grande, serio, pero muy amable, acompañado de su esposa. Y nos propuso junto con la familia que había llegado en la noche anterior, la que nos hizo varar, ir a ver a Cabruna, La Isla de los Pájaros.
Un momento absolutamente impresionante. Pues los pájaros que viven en el continente van a dormir todas las noches a aquella isla. Así que las lanchas apagan sus motores alejadas unos metros de la isla para que la gente vea como cientos de pájaros vuelan, planean y llegan a los árboles de aquella pequeña isla. Patos buzo, alcatraces, gaviotas, mariamulatas, albatros, etc. Tantos que no recuerdo sus nombres, todos pasan casi rozando con sus alas y van a descansar. Además, el atardecer visto desde el mar que es un espectáculo indescriptible. Me acuerdo del rostro de mi amiga riéndose de felicidad viendo mi expresión con semejante panorama y yo dándole las gracias por llevarme hasta aquel lugar.
Esa noche nos acostamos temprano, pues apenas estábamos empezando y la noche anterior había sido pesada. Nos levantamos temprano y nos fuimos directamente para la playa, nuevamente la tanga a la vista y  a recibir sol. Bueno, que quede claro que también nos tomamos una que otra cervecita y hasta un guarito apareció por ahí, cómo recordándonos que estábamos de paseo. Pero la visita en Rincón del Mar estaba llegando a su fin.
Almorzamos como Dios manda, pescao acabado de pescar. Levantamos nuestras manos de paisas gritonas y con pico pa’ todo el mundo nos despedimos. Y ahora sí, esto se prendió.  Rumbo San Basilio de Palenque al festival de tambores.  Primera parada, parque de San Onofre a recoger a una amiga de mi amiga que nos acompañaría. Darlyng, una negra hermosa, hermosa ella y hermosa la manera de ser negra, de sentirse orgullosa, de querer sus costumbres y por ella y por lo que sabía de San Basilio, medio la ansiedad de llegar. Pusimos bullerengue en el carro, champeta y se me alborotó la alegría de negra que ni sabía que tenía.  

Benkos Biohó
SAN BASILIO DE PALENQUE
Pero las ventajas de viajar sin apuros y en carro es que uno maneja su tiempo y se detiene donde quiere. Segunda parada, San Jacinto. Otro pueblo en las entrañas de los Montes de María que está lleno de tejedores, el pueblo donde se hacen las hamacas más hermosas que uno pueda ver, bolsos, y demás artesanías. Pero no paramos a eso, allí hay un pequeño café en uno de los costados del parque donde hacen un café maravilloso, elaborado con café de los propios Montes de María y pues como no parar a tomar café y a comprar un poco para llevar y recordar en la casa a este lugar tan lindo.  La respectiva foto, nuevamente las paisas gritonas y la hermosa negra despidiéndonos de todo el mundo cuál dueñas de la alegría.
Entre otras paradas, las de entrar al baño, las de comprar esto que se me olvidó, llegamos a San Basilio de Palenque un corregimiento de Mahates,  en el departamento de Bolívar. A sólo 50 kilómetros de Cartagena.  Y la emoción se me aumentó viendo en la carretera alguno que otro turista mono, otros medio aindiados, otros con pinta de costeños, todos con cara de no ser de aquí. Y nos entramos en este pueblo perdido en el tiempo. Un palenque que nació como eso, el lugar en el que los esclavos se escondían de sus captores, un refugio. Un lugar que fundaron un grupo de negros cimarrones en compañía de su mayor libertador, otro negro que comandó parte de la fuga, Domingo Biohó o más conocido como Benkos Biohó.  Y allí todavía quedan guardadas costumbres ancestrales, gracias a que por mucho tiempo permanecieron aislados. Hasta lengua propia tienen una combinación del español y algunas lenguas africanas, el palenque.
Y en medio de grandes lodazales, porque palenque aún no tienen acueducto, ni alcantarillado, como muchos de los pueblos de la costa, estaba aquel bullicio imperante, tambores, gritos, cantos. En la plaza, estaba el escenario y allí todo el festival en su esplendor. Sonaba Bonba Stereo y lo que allí hubo fue pura calentura, como diría mi amiga Darlyng. El carro bien cuidado, y nosotras listas a la parranda, al baile, al cuerpo.
Como si no tuviera huesos...
Al principio mi amiga y yo pensábamos que la idea de estar allí era no dormir, o si mucho pegar una pestañiadita en el carro, porque igual estaba la alborada, el recorrido del pueblo, etc. Pero Darlyng, tiene una familia putativa en san Basilio que con toda la amabilidad del mundo nos recibiría a las tres. Una pareja de viejitos hermosos, una casa muy humilde y un corazón muy generoso. Nos mostraron dónde dormiríamos. Mi amiga y yo en una cama que parecía más bien una mesa, en casi la mitad de la sala y Darlyng en un cuartico pequeño. Dejamos como pudimos nuestras cosas en un rincón y nos dispusimos a la parranda.
Porque las ganas de moverse pican, como nos picaron un millón de mosquitos durante toda nuestra estancia. Nos fuimos para la plaza, compramos cerveza y a bailar se dijo. Y yo que me considero una buena bailarina, no sabía a qué me enfrentaba. A la vergüenza, porque los negros de san Basilio y muchos de los costeños que van allí a estas fiestas, no tienen huesos estoy segura. Los movimientos del cuerpo, el sabor, la cadencia eran impresionantes y yo traté lo mejor que pude en imitarlos. El caso es que cuando se montaron al escenario Las Alegres Ambulancias, yo ya medio le había cogido el paso a la champeta, había aprendido a mover el cuerpo como sin huesos, pero en una sola baldosa.   
Las Alegres Ambulancias un grupo de champeta exclusiva de San Basilio y que hacen y deshacen en el escenario, “los hombres se están muriendo con la cosita de la mujeres…” sonaban las voces de todo el mundo y así era. A moverse en compañía de algún buen mozo barranquillero, como si no se tuvieran huesos y en una sola baldosa.  
Que a qué hora se acabó la fiesta, ni idea. Entre las picaduras de los miles y miles de mosquitos, el desespero de mi amiga que hasta ajo se echó y me echó, los traguitos de cerveza y de aguardiente antioqueño, el baile y la cantada. Casi que amaneció.
Medio nos acostamos en la cama-mesa y creo que dormimos como mucho una hora cuando empezó la alborada. Y el cansancio era tal, que medio abrimos los ojos para ver cuál de todos nuestros compañeros de baile estaban allí amanecidos y entre risas y bostezos nos volvimos a acostar. Creo que otra hora, porque por ser casa de costa y de abuelos, empezaron a llegar cada diez minutos personas y con su amabilidad respectiva nos saludaban a mi amiga y a mi que estábamos durmiendo casi que en mitad de su paso hacia la cocina. Así que ni modo, a despertarnos.
Como para quitarnos el olor a ajo, a aguardiente y sudor, el leve guayabo que traíamos, nos fuimos a bañar. Y bueno nuestro viaje al parecer no fue sólo a bailar, vivimos un poco, por unos minutos, lo que es hacer parte de un mundo con muchas carencias, el baño quedaba en un rincón de afuera, a un lado de la cocina, en un patio mal empedrado. La verdad es que no era ni baño, ni ducha, ni nada.  De un tanque se sacaba el agua, se llenaba una caneca con una totuma y cada quien calculaba el agua que necesitaría para su baño. Y ahí empelota, en medio de mucho y de nada se iba quitando uno toda la inmundicia del mundo de los que tenemos todo y nos lavábamos las penas con el agua de los que no tienen nada. El agua jabonosa rodaba a una especie de cuenca hecha con una piedra cóncava  grande y de allí se debía recoger por uno mismo en otra caneca para echársela luego a la letrina y todo esto en toalla, porque había que hacer esto antes de que otro se bañara y había fila.
Y así entre todos los que entraban y todos los que salían y la puerta de par en par como es, se tenía que vestir uno y echarse la cremita y  el repelente que no había servido un carajo. Pero y todo y así, terminamos echas una porquería porque luego volvimos a salir al pantanero a recorrer el pueblo y al arrollo y no valió tanto mejunje ni nada.  
San Basilio es un mundo desconocido y fascinante, que sólo es entendido por el que recorre sus calles. Se escucha el palenque a lo lejos, se ven las niñas pequeñas bailando que al parecer también nacen sin huesos, se ven las señoras nalgonas tongoniándose y caminando como si nada, por semejantes pantanos. Y así después de visitar los “sitios turísticos” de San Basilio,  la estatua de Kid panbele y el monumento a Benkos Boihó, nos dispusimos a que nos trenzaran el pelo. Las trenzas para las negras marcaron caminos, señalaron a los negros las sendas por las que podían ser libres, lugares donde encontrarían agua, etc. Era la manera en que ellas podían ayudar a la libertad. Y todavía permanece esa costumbre, no hay mujer que trence el cabello de una manera más intrincada y hermosa como las negras de San Basilio.  Y es que los negros se están dando cuenta, cuenta de que son algo importante en el mundo, que fue el primer pueblo libre de América, que sus costumbres están siendo reconocidas por la UNESCO, que se ganaron premio al mejor libro de cocina, que su música es bailada o más bien mal bailada por los cachacos que tenemos muchos huesos en todas las discotecas de Colombia. Y así entre gritos de paisas alboratodas y de una negra hermosa que se despide de sus abuelos putativos Don Sinforiano (que se llama igual a mi papá y yo que pensé que era sin tocayo y saber que estaba allí en san Basilio) y de la viejita de la que no recuerdo su nombre, nos despedimos. Porque íbamos rumbo a Ovejas Sucre al festival de gaitas.


OVEJAS
Y así con el cuerpo alegre, el pelo trenzado y el corazón hinchado a más no poder, nos despedimos de San Basilio con la firme promesa de volver.
Tomamos carretera y salimos rumbo a Ovejas, porque allí según mi amiga y Darlyng ya la música sonaría a otro ritmo y ya no sería el cuerpo el más beneficiado, porque las gaitas fueron hechas por indígenas, unos dicen que del Magdalena, otros que del pueblo Yoruba, etc. el caso es que si de algo tenemos que estar orgullosos los colombianos es de la historia del porro y de las gaitas, que fueron hechas para el alma, aunque muevan al cuerpo.
Y entre historias, risas y anécdotas llegamos a Ovejas, un pueblo empinado, el pié de los Montes de María y a lo lejos la gaita macho contestándole a la hembra y la emoción en los ojos de las tres. Pero allí si tocaba dormir en el carro, penúltimo día de fiestas, el pueblo a reventar y posiblemente sin ningún sitio en dónde poner una hamaca. Así que por aquellas callejuelas de casas coloridas nos fuimos acercando a la plaza. Pero como el diablo no olvida a los bobos, mi amiga que se conoce a Reimundo y todo el mundo, porque  trabajaba como visitadora médica, ha sabido ver a uno de sus médicos que es oriundo de allí.  Y pues sí, aquel muy bien puesto doctor, nos llevó con la crema y nata de Ovejas y como les digo “todo bobo es de buenas” nos hospedaron en la casa de uno de los concejales o de algún político importante, así sin más, como son los costeños. Y bueno ya con hospedaje asegurado, el problema más grande era encontrar donde sentarse a escuchar una de las músicas más bellas de Colombia. Y así se nos fue la  noche. Entre gaiteros, bailadores y la gente costeña disfrutando de sus raíces.   Una noche mágica y un sentimiento como nunca en la vida lo había vivido, un orgullo enorme de ser colombiana, de la raíces ancestrales, de la sangre negra y de la indígena que corre por mis venas.
Al otro día, con guayabo terciario, un cansancio del otro mundo, madrugadas y felices partimos hacia Montería para tomar el vuelo de la aerolínea aquella que me devolvería a las montañas.

Llegué a Medellín feliz, ningún viaje, ningún país de los que conozco, me había dejado el sabor dulce y alegre que me quedó después de este paseo. Bueno y un pequeño contratiempo con el que topé después de haber andado en lo que sería realmente trópico, el chikungunya, ese virus horrible que da por la picadura de un mosquito, y que a nosotras nos picaron como mil y que te da fiebre y te inflama todas las articulaciones del cuerpo, así que a los tres días caí enferma y yo pensando que habían sido los estragos de los tambores y de las gaitas.

Gracias a Michelle Zapata, por uno de los mejores viajes de mi vida.

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