Aniquilando lombrices


A principios de agosto me fui para Santa Elena, un corregimiento de Medellín en lo alto de las montañas, productor de las flores más lindas de la región. Iba con el único propósito de disfrutar de la elaboración de las silletas, actividad previa al desfile de silleteros. Nunca antes había ido y aprovechando que una amiga vive muy cerca, terminé metida entre el gentío, la parranda y el aguardiente.
Mi afición a la escritura me llevó a pensar que tal vez me encontraría una historia bonita entre los silleteros para contar, como si ya no las hubieran contado, mostrado, relatado un millón de veces. Pero así y todo, me armé de las herramientas del escritor y me fui como el resto de los mortales a recorrer de casa en casa, de finca en finca, los lugares por donde los campesinos de Santa Elena hacen sus silletas.
Tengo que decir, que realmente me pregunté por qué no había hecho esto antes, el ambiente es delicioso, todo es fiesta, música, los silleteros están dispuestos a abrirle a uno su casa, su alma y hablan sin miramientos de sus vidas, de sus familias, de los momentos en los que se hicieron silleteros, de lo que fue pasado... muchas, muchas historias hermosas recorren estos lugares mágicos, pero la mayoría de ellas ya las hemos escuchado. Un recorrido maravilloso, una noche en la que el frío es lo de menos, entre más se camine mejor, porque más se ve, más silletas se disfrutan, más aguardiente se toma, más parranda se goza.
Y entre una conversada, la tomada de la foto respectiva, un sorbo al termo con el guaro, la sorpresa al ver de cerca las gigantes y pesadas silletas, lo conmemover de las historias de los silleteros, me encontré con Jaramillo, el panadero.
Si algo tenemos bueno los paisas es que somos excelentes conversadores. Y Jaramillo es un fiel representante. Con unos hermosos ojos azules, la piel enrojecida por el calor de los hornos, algo ajada por los años, la vida, el trabajo y, con una sonrisa luminosa, Jaramillo empezó a hablar y a contar historias sin parar. Su panadería es una pequeña construcción moderna en la mitad de dos casas campesinas. El negocio y el lugar son propios. Lleva varios años allí dándoles pan a los vecinos de la vereda Barro Blanco de Santa Elena, su especialidad son los panes rellenos de queso y arequipe. Vende un café muy rico que acompaña divinamente la parva que hace. Pero ese día, no tenía tiempo de contar todas las historias que quería, y yo no tenía cabeza para escucharlas, me dijo que él era un fiel representante para que alguien contara su vida. Me despedí entonces del panadero y quedamos de conversar otro día.
Así que ni silleteros, ni panaderos. Esas no serían las historias de esta noche de jolgorio. Muchas cosas entretenidas pasaron, gente muy bonita se conoció. Pero fue hasta la mañana siguiente entre el guayabo, los raspones por una mata robada, las risas por las anécdotas, que encontré la historia que andaba buscando.



 


Está escondida entre los amigos con los que caminé aquella noche. No porque sean extraños o porque no los vea mucho. No. Es la historia del reconocimiento de la verdadera amistad, esa que está allí, cuando te levantas cansado, lastimado, enguayabado y hay alguien en la sala que te espera para limpiarte, darte algo para el malestar y además burlarse de todo lo que hiciste la noche anterior y reconocerte lo bueno que tu parranda los hizo pasar, sin reproches, sin lamentos, con la mirada de cariño que solo los que te quieren saben darte.
Y entre silleteros, campesinos, música y aguardiente tuve una maravillosa noche y una mejor mañana en compañía de dos grandes. Con el guayabo aniquilé, según las abuelas, todas las lombrices, coleccioné otra cicatriz, guardo para la vida otra anécdota y en el corazón, el amor por dos grandes amigos que atesoro.


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